Una de las grandes preocupaciones de las iglesias, pero sobre todo del catolicismo, en este nuevo siglo, es la ruptura cada vez más profunda entre la religión y la vida diaria. Declaraciones y escritos de dirigentes eclesiásticos, han alertado sobre el proceso de secularización que vive la sociedad contemporánea y que se refleja en templos con menos fieles y una gran indiferencia religiosa en los jóvenes.
Más allá de explicaciones piadosas, en esta situación tiene mucho que ver la ruptura entre fe y vida que se ha reflejado en un gran número de creyentes, pero sobre todo los escándalos que ha generado la conducta de muchos pastores: pederastia, doble vida de algunos clérigos y otros que convierten su ministerio en un empleo más cuyo objetivo es ganar dinero para vivir holgadamente; esto sin contar a los que se dicen cristianos, pero explotan a obreros, campesinos o sirvientas.
Hasta aquí, este Punto de Vista puede parecer un artículo escrito por un “come curas”. Pero si he pintado esta realidad, es porque ha sido causa del alejamiento de la religión de miles (¿o millones?) de creyentes; sin embargo, si uno analiza con más detenimiento esta “parte oscura” de la religión, se da cuenta de que esta conducta es de una minoría, aún cuando es lo que más llama la atención.
Frente a esta realidad está otra, la de millones de clérigos, religiosos y religiosas, así como seglares que viven una verdadera vocación de trabajo y servicio; gente que no solo reza y cobra, sino que busca el camino hacia un mundo mejor, con los riesgos que esto conlleva.
Muchos son los ejemplos, pero hoy quiero referirme a uno en particular, al de quien fuera arzobispo de San Salvador, capital de El Salvador, Centroamérica: Oscar Arnulfo Romero Galdámez, asesinado por órdenes de la dictadura militar el 24 de marzo de 1980.
Oscar Arnulfo Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977. El asesinato de uno de sus sacerdotes: Rutilo Grande, a manos de los militares, fue el inicio de una defensa decidida de los salvadoreños perseguidos por el ejército. No fue neutral, su decisión fue ponerse de parte del pueblo salvadoreño acosado entre dos fuegos: los militares represores y la guerrilla.
Su voz fue clara, directa. Cada domingo, la celebración de la misa en la catedral era difundida por la radiodifusora del arzobispado. En ella denunciaba semana a semana los actos de represión. Fue un defensor firme de los derechos humanos del acosado pueblo salvadoreño. Esa fue su sentencia de muerte, sobre todo cuando el 23 de marzo, un día antes de su asesinato, tras hacer un recuento de los actos de represión exclamara en el altar de la catedral:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial, a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”
Al día siguiente, 24 de marzo de 1980, a las seis y media de la tarde, un francotirador lo asesinó de un disparo cuando celebraba la misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia.
Oscar Romero es sólo un testimonio. Hoy hay muchos más, en México, en América, en los cinco continentes. Gente que sin ruido atiende tierras de misión, hospitales, orfanatorios, organiza cooperativas de campesinos, defiende indígenas, acoge a migrantes, todo movido por un solo principio: el Evangelio.
Sin embargo, poco se sabe de esto, porque para los medios informativos, esto no es noticia.