Punto de Vista / Nicolás Dávila Peralta
Las revelaciones del exdirector de Pemex Emilio Lozoya muestran el nivel de corrupción al que se llegó durante la etapa neoliberal propiciada en el gobierno de Miguel de la Madrid, iniciada en el de Carlos Salinas de Gortari y mantenida hasta el gobierno de Enrique Peña Nieto.
El generador de este lodazal que ha salido a la luz es la famosa reforma energética, orientada a privatizar la explotación de la riqueza petrolera, anulando así la nacionalización ejecutada por el presidente Lázaro Cárdenas del Río, que rescató de las manos de los capitales estadounidenses e ingleses una industria que, en ese tiempo, se había convertido en un poder extranjero en los territorios petroleros de México.
El debilitamiento de la empresa nacional Petróleos Mexicanos (Pemex) fue una de las principales estrategias orientadas a privatizar la explotación, procesamiento y comercialización del hidrocarburo nacional; algo que no se podía hacer sin reformar la Constitución que establecía que la riqueza petrolera era un bien estratégico de la nación.
Desde Carlos Salinas, sexenio tras sexenio se descuidaron las refinerías, se fueron buscando los vacíos legales que permitieran la injerencia paulatina del sector privado en áreas estratégicas de Pemex, en tanto se descapitalizaba la empresa y se orientaban los recursos hacia otras áreas de la administración federal.
Así se llegó al gobierno de Felipe Calderón que prometió la construcción de tres refinerías y terminó construyendo una barda que le costó al país 620 millones de dólares y el despojo de sus tierras a 520 campesinos de la región de Atitalaquia, en el estado de Hidalgo.
Esto reflejó las presiones de los grandes capitales petroleros para debilitar a Pemex y poder llegar, en el sexenio de Peña Nieto, a la reforma energética que, ahora sabemos, se logró a base de sobornos que salpicaron, presuntamente, a expresidentes, funcionarios de los gobiernos neoliberales y legisladores que acrecentaron sus fortunas a cambio del petróleo.
El escándalo es mayúsculo y ha salpicado a los que antes fueron los principales partidos políticos del país: el Revolucionario Institucional y el de Acción Nacional.
El PRI se adelantó a deslindarse del principal acusado: Lozoya Austin; el presidente nacional de ese partido afirmó que Lozoya nunca fue militante del partido; en tanto que, en el PAN, su desatinado líder se ha dedicado a buscar la manera de desviar la atención de las implicaciones que en estos hechos tienen sus militantes, incluyendo a dos gobernadores.
Lo cierto es que el escándalo por el caso Lozoya ha golpeado de tal suerte a los dos partidos, que los ha devaluado frente a los ciudadanos, en vísperas de la contienda electoral de 2021, donde se renovarán la Cámara de Diputados del Congreso de Unión, varios congresos locales, gubernaturas y presidencias municipales.
Hoy, tanto el PRI como el PAN, así como los demás partidos, están salpicados, unos más, otros menos, del escándalo petrolero, aumentando así el desprestigio que ya de por sí cargaban por la pérdida de sus principios ideológicos, su pragmatismo y su único objetivo: disfrutar del poder, sea como sea.
Vienen las elecciones de 2021
Para la democracia electoral se requiere de los partidos políticos y en nuestro país, en las elecciones federales y estatales de próximo año contenderán partidos, unos empapados de sobornos petroleros, otros reducidos a su mínima expresión y el partido ganador en 2018 sin consolidarse como opción transformadora.
Sin embargo, como dice el dicho: “con esos bueyes hay que arar”. Esto significa que los partidos están obligados a elegir con cuidado a sus candidatos, si no los mejores, los “menos coludos”, aquellos que sean conocidos en su estado, en su distrito, en su municipio. No es tiempo de improvisaciones; los electores desconfiamos de los partidos y éstos deben demostrar que siguen siendo opción para el avance del país en democracia, justicia, equidad y oportunidades para todos.
Estas elecciones, a diferencia de otros años, destacan por la cantidad de cargos de elección en juego: 500 diputados federales, 15 gobernadores, 30 congresos locales y alcaldías en 30 estados, incluyendo la Ciudad de México.
¿Podrán los partidos convencer a los votantes? Ese es el reto.