Nicolás Dávila Peralta / Punto de Vista
El domingo se cumplieron 54 años de la peor masacre que ha vivido nuestro país a manos de las fuerzas del Estado: la masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, Ciudad de México, perpetrada por fuerzas del Ejército y la policía, con un número jamás conocido de jóvenes y adultos asesinados.
En la historia del México independiente, ha sido la peor muestra de represión del gobierno en contra de ciudadanos desarmados, represión que continuó con la matanza del Jueves de Corpus de 1971, la llamada “guerra sucia”; a lo largo de los años 70 del siglo pasado, las matanzas de Aguas Blancas y Acteal, así como la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.
Aunque habrá que reconocer que el partido entonces gobernante y todopoderoso, el PRI, creó instituciones en beneficio de los mexicanos, como el Seguro Social, el fondo de vivienda para los trabajadores, entre otras muchas, su hegemonía política se sustentó durante décadas en la represión a los movimientos sociales, sobre todo después del gobierno cardenista.
Así, por ejemplo, en los años de 1958-1959, se reprimió el movimiento ferrocarrilero que demandaba mejores salarios para los trabajadores rieleros con centenares de trabajadores encarcelados, entre ellos sus principales dirigentes: Demetrio Vallejo y Valentín Campa.
Lo mismo pasó con el movimiento magisterial encabezado por el profesor Othón Salazar. La demanda era la misma de los ferrocarrileros: aumento salarial. El 12 abril de 1958, una manifestación de profesores en el zócalo de la capital del país fue reprimida por el gobierno, con saldo de varios de ellos muertos y decenas de heridos.
El líder campesino Rubén Jaramillo, antiguo revolucionario que encabezó las demandas de los campesinos, principalmente en el estado de Morelos, fue asesinado en 1962; detrás de su muerte estuvo la mano del gobierno del priísta Adolfo López Mateos.
Pero fue el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz la demostración más sangrienta de la vocación represora del partido todopoderoso de entonces.
Díaz Ordaz, originario de San Andrés Chalchicomula (hoy Ciudad Serdán), fue miembro de la clase política formada por el gobernador poblano Maximino Ávila Camacho, una clase marcada por el autoritarismo y el anticomunismo. Fue secretario de Gobernación en el sexenio de Adolfo López Mateos, al que sucedió en la Presidencia de la República en 1964.
Cuando inició el conflicto estudiantil, provocado por la represión policíaca a un enfrentamiento entre preparatorianos de la ciudad de México, Díaz Ordaz vio la mano del comunismo internacional detrás de este movimiento que a mediados de 1968 fue tomando fuerza.
Con esta convicción anticomunista y la seguridad de que sus acciones salvarían a la patria -como él mismo lo afirmó en 1977, al ser nombrado embajador de México en España- sacó al Ejército a las calles para tomar las instalaciones de la Ciudad Universitaria de la UNAM y las del Instituto Politécnico Nacional (IPN), encarcelar a estudiantes y enfrentar las manifestaciones estudiantiles con vehículos blindados y tanques de guerra, hasta llegar a la decisión del 2 de octubre, de reprimir en forma sangrienta el movimiento.
Nunca se sabrá cuál fue en realidad el saldo de los asesinados en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco; los agentes de la Secretaría de Gobernación, entonces en manos de Luis Echeverría, ordenaron a los medios informativos reducir el número de muertos e informar que no hubo masacre, sino un enfrentamiento entre las fuerzas del orden y estudiantes armados.
Los mismos agentes de Gobernación confiscaron el material gráfico que entregaban a sus periódicos los fotógrafos, a fin de desaparecer cualquier testimonio visual de la masacre; fue la astucia de éstos lo que permitió años después conocer los alcances de la matanza.
Pero la violencia del Estado no terminó en 1968. Tres años después, el 10 de junio de 1971, el Jueves de Corpus, una manifestación de estudiantes de la UNAM y el IPN, en apoyo a la huelga de estudiantes de la Universidad Autónoma de Nuevo León, fue reprimida en forma salvaje por un cuerpo paramilitar entrenado por la Dirección Federal de Seguridad y la CIA, conocido como “Los Halcones”, cuyos elementos dispararon desde los edificios ubicados en la calzada de los Maestros y atacaron de frente con palos y varillas a los marchistas.
Oficialmente se dijo que había fallecido más de cien estudiantes, pero muchos fueron asesinados en los hospitales. Luis Echeverría se deslindó de la matanza y usó como “chivo expiatorio” al regente del Distrito Federal Alfonso Martínez Domínguez.
El sexenio de Luis Echeverría fue un sexenio sangriento. Tras la masacre del Jueves de Corpus, se desató la persecución en contra de los grupos guerrilleros que operaban en el estado de Guerrero. Sin embargo, estas acciones llegaron a la represión de poblados guerrerenses, principalmente en Tierra Caliente y la Costa Grande.
Las acciones del gobierno echeverrista llegaron al grado de apresar a civiles, acusarlos de guerrilleros o encubridores de ellos, encarcelarlos y posteriormente arrojarlos desde el aire a las aguas del Océano Pacífico.
Todavía habrá que recordar las matanzas de Aguas Blancas el 28 de junio de 1995, en Guerrero, donde murieron 17 campesinos; de Acteal, en Chiapas, el 22 de diciembre de 1997, donde fueron asesinados a sangre fría 45 indígenas, incluyendo niños y mujeres embarazadas; y la de los 43 estudiantes de Ayotzinapa que fueron desaparecidos la noche del 26 de septiembre de 2014. Sin contar los cientos de mexicanos asesinados en la fallida “guerra” de Felipe Calderón, considerados por su gobierno como víctimas colaterales.
Este es el saldo rojo de los gobiernos priístas y de los desastrosos gobiernos del Partido Acción Nacional.