Por: Nicolas Dávila Peralta
Ayer domingo se realizaron varias marchas, la mayor en la ciudad de México. De inicio, se convocó a manifestarse en contra del trato que el gobierno de Donald Trump le está dando a nuestro país y las amenazas que han orientado algunas decisiones del mandatario estadounidense, principalmente las referentes a la deportación de connacionales y las decisiones para costear la construcción de un muro que cierra toda la frontera.
Por otra parte, el discurso oficial del gobierno federal, referente a este problema, se ha centrado en un llamado a la unidad de los mexicanos y algunos grupos convocantes a la marcha pusieron como objetivo de la misma este llamado a la unidad frente a las medidas tomadas por el gobierno estadounidense y la defensa de los mexicanos residentes en los Estados Unidos.
Reducir los objetivos de la marcha a la protesta contra Trump ha provocado, aun antes de realizarse la marcha, que las posturas se dividan.
Por un lado, quienes marcharon con dos objetivos: la protesta frente a las políticas del nuevo gobierno estadounidense y el apoyo al llamado de Peña Nieto a la unidad nacional. Por otro, quienes amplían sus objetivos, además de la protesta contra Trump, el reclamo contra el gobierno mexicano que ha dejado al país en la indefensión frente a los Estados Unidos y a la deportación de connacionales.
Que hay que protestar en contra de las decisiones y acciones que está tomando el gobierno de los Estados Unidos y que solo un país unido puede enfrentar con éxito este embate, es evidente; sin embargo, la convocatoria a la unidad nacional trasciende esta cuestión, porque no puede haber unidad nacional si no se cambian todos los factores que han llevado al país a una desigualdad estructural que no solo impide la unidad, sino que se ha convertido en el principal factor de desunión.
Los estrategas del gobierno de los Estados Unidos tienen muy claro que México es un país de profundas desigualdades, con un gobierno incapaz de superarlas, lo cual facilita la aplicación de políticas agresivas en contra de los mexicanos.
Muchos son los obstáculos para lograr la unidad nacional; solo quiero referirme a dos que considero claves para que México realmente se una en torno a esta política agresiva estadounidense.
La primera, es el modelo económico que ha generado la acumulación de capital en pocas manos y ha llevado a la pobreza a más de la mitad de los mexicanos, mientras tenemos a personas que son contadas entre los más ricos del mundo.
La lucha de clases no es un postulado arcaico, es una realidad que responde precisamente a la acumulación del capital que lleva a una desigualdad económica, política y social y al deterioro de las culturas nacionales.
En medio de estas dos clase confrontadas, se encuentra una clase media que aspira a poseer, pero que ve cada día mermado su patrimonio y vive la incertidumbre del mañana.
La segunda es la impericia y la corrupción de la clase política, incapaz de hacer frente, con seguridad y nacionalismo a la agresión estadounidense.
La corrupción no es nueva; ha sido la característica de la clase “revolucionaria” desde 1929. El ascenso de cualquier político se ha cimentado en la adulación, el desprestigio del contrario y la acumulación de riqueza.
A lo largo de estos 88 años de política posrevolucionaria, las generaciones han cambiado y, tristemente, nos está tocando vivir una época donde los políticos se caracterizan por su desconocimiento de la realidad nacional, su impericia y –eso sí- sus altos índices de corrupción.
De este modo, ningún partido político tiene clara ni su ideología ni su proyecto de nación; pero además, abundan en incapacidad para hacer frente a los retos políticos, económicos y diplomáticos que requiere el país en estos momentos.
¿Cómo responder al llamado a la unidad de estos políticos que carecen de voluntad y de capacidad para construir una unidad nacional basada en la justa distribución de la riqueza, el respeto a los derechos humanos y un proyecto donde el desarrollo nacional no esté basado en la cesión de soberanía al gran capital?