Nicolás Dávila Peralta
El movimiento estudiantil de 1968 y su sangrienta culminación el 2 de octubre, con la masacre de Tlatelolco, constituyeron un momento crucial para nuestro país, fue el inicio de un proceso de transformación que abarcó a todas las instituciones de la sociedad mexicana, incluyendo a la Iglesia Católica, cuya influencia en la vida de México viene desde la época de la invasión española.
La actitud de la Iglesia Católica en el movimiento de 1968, fue un reflejo tanto de la historia política de esta institución, como de los momentos de conflicto interno que vivió a partir de las reformas implantadas por el Concilio Vaticano II.
Desde finales del siglo XIX, la Iglesia asumió una postura contraria al socialismo y al comunismo; esto se fortaleció a partir de 1937, cuando el papa Pío XI dio a conocer su encíclica Divini Redemptoris, donde condenaba al comunismo como enemigo de Dios e intrínsecamente perverso. La Iglesia, pues, fue anticomunista.
Este anticomunismo fue la bandera de las sociedades secretas asesoradas por clérigos de varias regiones del país, entre ellos la Organización Nacional del Yunque y sus sociedades juramentadas: el Frente Universitario Anticomunista (FUA) en Puebla y el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO) en la ciudad de México.
En los años 60 del siglo pasado, se inició un proceso de renovación dentro de la Iglesia por el que muchos católicos –clérigos y laicos- asumieron como esencial para el ser del cristiano el compromiso de trabajar a favor de los pobres y asumir como propias las causas de defensa de los derechos humanos.
De este modo, en la Iglesia se formaron tres grupos que buscaron orientar el trabajo y el pensamiento eclesiástico: por un lado, los tradicionalistas y anticomunistas a ultranza, que veían los cambios dentro de la Iglesia como un peligro a la pureza doctrinal; por otro quienes asumían con cautela los cambios, pero cuidaban las buenas relaciones con el Estado; un tercer grupo lo formaban quienes había asumido el compromiso con las causas del pueblo.
Así llegó la Iglesia al movimiento estudiantil de 1968, así lo vivió y así reaccionó ante la matanza del 2 de octubre.
Declarado por el gobierno como un movimiento manejado por el comunismo internacional, el sector anticomunista radical calificó al movimiento estudiantil como un peligro para la “civilización cristiana”. A este grupo lo encabezaban los obispos más ligados al sector tradicionalista, en el que destacaba el arzobispo de Puebla Octaviano Márquez y Toriz, la mayor parte del clero, asociaciones católicas y las organizaciones secretas como el Yunque, a través de sus grupos juramentados: el FUA y el MURO.
Este sector de la Iglesia, no solo se solidarizó con las acciones del gobierno del también anticomunista Gustavo Díaz Ordaz, sino que actuó de diversas maneras en contra del movimiento. El FUA y el MURO desplegaron una intensa propaganda en contra de los “comunistas” del movimiento estudiantil e incluso llegaron a las agresiones físicas.
Por su parte, el clero conservador alertó a los fieles sobre la amenaza comunista que se cernía sobre México.
En Puebla, el resultado de esta propaganda anticomunista a la que se unió la mayoría de los medios informativos locales, provocó el linchamiento de cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla; pobladores de San Miguel Canoa los atacaron porque su gran delito era ser de la Universidad y, por tanto, “comunistas”.
Este sector de la Iglesia, guardó silencio frente a la masacre del 2 de octubre.
El segundo grupo de la Iglesia, mantuvo una postura diplomática, tal como correspondía a una Iglesia ligada al poder desde el sexenio de Manuel Ávila Camacho. Frente al conflicto llamaron a la paz, pero exhortaron a respetar las leyes.
El tercer grupo, minoritario, mostró su solidaridad con el movimiento. Destacó en este grupo el obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, quien no cejó en su empeño de condenar la represión de que eran objeto los estudiantes, reclamar al resto de la Iglesia su silencio y acudir al palacio negro de Lecumberri a visitar a los presos políticos.
Antes de la matanza de Tlatelolco, el obispo manifestó su solidaridad, al tiempo que reclamaba el silencio de gran parte de los eclesiásticos, con una frase que ha hecho historia: “yo no soy un perro mudo”.
Pero Méndez Arceo no fue “una voz fuera del coro”, como lo calificarían años después; a la par de él, se solidarizaron con el movimiento estudiantil otras instituciones, como el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos), el Secretariado Social Mexicano, la Universidad Iberoamericana, cuyos estudiantes participaron en la marcha del silencio del 23 de septiembre, los sacerdotes de la Compañía de Jesús, los frailes dominicos y muchos sacerdotes diocesanos.
Así como el país no fue el mismo después de 1968, en la Iglesia Católica se hizo más notoria la división entre un grupo conservador que con los años se fue haciendo más pequeño, un amplio sector eclesiástico que buscó consolidar su relación con el Estado y que en 1992 lograría las reformas constitucionales en materia religiosa, y el clero y laicado comprometido con las causas de los pobres y los indígenas.