Nicolás Dávila Peralta / Punto de Vista
Cuando Ponciano vio por primera vez a Soledad la ciega, tenía escasos siete años de edad. Con el pantalón corto que había sido de su hermano Cruz, el que murió durante la influenza española, remate de los males que trajo la que llaman revolución, y una camisa que un día fue blanca, Ponciano caminaba de la mano de su tía Caritina cuando encontraron a Soledad.
Ganas no le faltaron a Ponciano de soltarse de la mano de la tía y echar a correr hacia la casa para esconderse debajo de la cama de otates, entre el polvo y las chinches, para no encontrarse con aquella mujer desdentada y de ojos muertos.
Soledad había nacido ciega, allá por aquellos años cuando los güeros llegaron perdidos a Santa Ana, después de que fusilaron a Maximiliano, y se quedaron ahí, aprovechando el hambre de la gente para hacer su agosto con la mercancía que traían en mulas desde Cuautla.
Nunca supo lo que era la luz, ni los colores de las flores, ni la forma de las pitayas; arrinconada siempre en el jacal de sus padres, aprendió a conocer las cosas y las personas por el tacto y la voz.
Huérfana y sin familia, Soledad deambulaba por el pueblo pidiendo limosna, con los pies descalzos, apoyada en un palo de otate; los hilachos de lo que fue un rebozo cubrían a medias las hirsutas canas que caían en desorden sobre la frente rugosa y morena.
Su cuerpo encorvado y lánguido disminuía su estatura que la hacía parecer más delgada de lo que en realidad estaba; el rostro cadavérico de quien sufre en tinieblas cientos de años de angustia, hacían de Soledad la ciega una verdadera aparición del otro mundo.
Al verla de cerca, Ponciano sintió que las piernas le temblaban y recordó los sueños espantosos que a menudo lo hundían en un pozo sin fondo, desde el día en que la tía Caritina le describió palmo a palmo el camino del infierno, los tormentos de los pecadores empedernidos que mueren renegando de Dios y el espeluznante espectáculo del fin del mundo y del juicio final.
Ahí, frente a sus ojos, estaba la personificación de la muerte que lo llevaría en pecado mortal hasta las puertas del infierno, y se encomendó con todas sus fuerzas a San Miguel Arcángel.
Soledad pasó de largo por la Calle Real murmurando los alabados al Señor de las Tres Caídas que desde siempre entonaba mientras deambulaba con sus tinieblas a cuestas por las calles terregosas del pueblo: “Jesús, tan afligido, Jesús, atormentado…”
Ponciano cerró los ojos y apretó con fuerza la mano de la tía; luego de reojo miró aquella figura que se encaminaba hacia las puertas de la iglesia del pueblo. Fue la última vez que la vio. Dos meses después, él y su familia partieron hacia Quintana Roo, donde el gobierno les habría prometido terrenos para sembrar.
El calor sofocante del sureste, los mosquitos, el paludismo y la miseria en que se hundieron por la vana promesa de tierras que hizo el gobierno que les entregó en propiedad unos pantanos, no hicieron que Ponciano olvidara aquella figura tétrica de Soledad la ciega.
Cuatro meses después de su llegada a Quintana Roo, Ponciano enfermó de paludismo. En sus delirios volvió a ver el rostro envejecido de Soledad; ahí estaba con el mismo rebozo raído, el vestido negro y sus ojos marchitos, la figura le tendía la mano y lo invitaba a conocer las tinieblas.
Nadie sabía por qué gritaba Ponciano con los ojos desorbitados mirando hacia el pie de la cama:
¡No!, ¡con la ciega, no!
Le ponían trapos mojados en la frente, le dieron a beber los remedios que aconsejaban los nativos del lugar, tés amargos con sabor a desventura, emplastos de hierbas en el pecho; el cuarto olía a mugre, alcanfor, alcohol y orines; pero Ponciano se iba marchitando, apagando como las veladoras del altar improvisado a San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles.
Una tarde, en uno de sus delirios, Ponciano vio a Soledad acercarse hasta su cabecera, sintió el olor a cempaxúchitl que emanaba de su ropa y la vio sonreír; sintió su aliento añejo entre los dientes amarillentos y el terror de antes se convirtió en una paz que nunca había experimentado.
Una mano huesuda y temblorosa le acarició una mejilla y despertó en él las ansias de saber qué había más allá de las tinieblas de Soledad. Cerró los ojos y descubrió que en la oscuridad de la muerte se encontraba una paz infinita. Fue entonces que comprendió la ceguera de Soledad.