Punto de Vista / Nicolás Dávila Peralta
Estamos a unos días de que concluya este año que se caracterizó por ser un tiempo de hartazgos, esperanzas y confrontaciones.
El gasolinazo del 1 de enero, los terremotos de septiembre en el Istmo de Tehuantepec y en el centro del país, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador el 1 de julio, las primeras decisiones y conflictos que enfrenta el nuevo gobierno federal, constituyen, entre otros, los acontecimientos relevantes de este año que está por terminar.
Enero nos recibió con el “gasolinazo”, como antítesis de la promesa repetida hasta el cansancio por los integrantes del tristemente llamado “Pacto por México”, cuando aprobaron la mal llamada reforma energética. Todos los combustibles derivados del petróleo bajarían –dijeron-; pero la realidad fue otra: los precios de los hidrocarburos y la electricidad subieron.
El vaso empezó a derramarse; el descontento se convirtió en hartazgo hacia una clase política gobernante, en la que se mezclaron priistas que renegaron de sus orígenes revolucionarios, panistas alejados de los ideales de sus fundadores y cooptados por lo peor de la derecha, perredistas convertidos en peones de esa derecha y militantes de pequeños partidos. Ellos vieron el descontento, pero no midieron sus efectos.
En estas circunstancias iniciaron las campañas electorales para la Presidencia de la República, la renovación del Congreso de la Unión, elecciones en la Ciudad de México y, en varios estados, la elección de gobernador, diputados locales y alcaldes.
El PRI escogió un candidato de tendencia neoliberal que no militaba en el partido y que buscó a toda costa deslindarse de él; el PRD mantuvo su carácter de patiño del PAN y aceptó impulsar al candidato panista. Así, el PRI buscó mantener su línea neoliberal; el PAN, recuperar la Presidencia perdida después de los desatinos de Fox y Calderón, y el PRD buscó un salvavidas frente a su decadencia.
El 1 de julio, estos partidos recibieron el castigo de la mayoría de los votantes que escogieron una opción que les inspiraba confianza y esperanza. México tenía que cambiar; era urgente desplazar a esa clase política que se alejó del pueblo, perdió sus principios, dividió al país y llevó la corrupción y la impunidad a extremos impensables.
Si la derrota cimbró a los partidos hasta entonces dominantes, la tierra del país se sacudió de tal modo, que septiembre fue el mes de los temblores; primero en Chiapas y Oaxaca y luego en el centro de la república, los sismos derrumbaron viviendas y edificios y las vidas perdidas sumaron más de 250.
El pueblo fue solidario con los damnificados; gobiernos e instituciones extranjeras enviaron ayuda; pero también ahí, en esos momentos, volvió a aparecer el fantasma de la corrupción: a los habitantes afectados y a las instituciones cuyos recintos fueron dañados, la ayuda llegó a cuentagotas e incompleta o no llegó.
A partir del 1 de septiembre, se empezó a sentir la influencia de la nueva administración que asumió el Poder Ejecutivo tres meses después. México contó con un nuevo gobierno que anunció sus primeras decisiones: venta de la lujosa aeronave presidencial y el resto de la flota oficial; cancelación de la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. A esto se unieron otras iniciativas enviadas al Congreso de la Unión y el anuncio de nuevas estrategias en materia de seguridad pública.
No ha cumplido un mes el gobierno de López Obrador y la clase política desplazada y sus aliados en los medios de comunicación, el sector privado y organizaciones sociales han iniciado su campaña de ataques, en busca de convencer a la ciudadanía de que fue un error votar por él.
Es una reacción que lo menos que da es pena. Por ejemplo, los mismos que impusieron al país la reforma energética y aprobaron el alza en los precios de combustibles, son los que hoy le reclaman al gobierno federal que no hayan bajado.
Y en esta estrategia de confrontación, el Partido Acción Nacional ha asumido la misma estrategia que en América Latina está aplicando la ultraderecha, al calificar a cualquier régimen que no sea de su agrado, como un camino hacia la dictadura.
Con esto, el PAN ha demostrado cuán lejos está de los ideales de sus fundadores y cuán cerca del fanatismo de las organizaciones secretas o reservadas que se han apoderado de sus liderazgos. El partido ha tomado el camino que sí conduce a la dictadura, como acaba de suceder en Brasil.