Ha concluido la Semana Santa, entre los ritos religiosos tanto de la Iglesia Católica como de las demás iglesias cristianas, y las vacaciones tanto de turismo religiosos (los espectáculos de viacrucis y procesiones tradicionales) y el turismo playero.
En todos los actos religiosos se ha destacado el significado doctrinal de los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús: la Cena Pascual, su presencia eucarística, su mandato de servicio y el carácter redentor de su muerte en la cruz y su resurrección.
Para quienes hemos nacido y hemos sido educados y mantenemos la práctica de fe, esta realidad teológica es real y le da sentido a la pertenencia a una iglesia: Jesús es el Hijo de Dios que ha venido al mundo para anunciar una Buena Noticia, la noticia de un Dios de misericordia que perdona y llama a la construcción de un mundo fraterno como anuncio de una Vida Eterna, garantizada por la resurrección de Jesús.
Sin embargo, la pasión y muerte de Jesús tiene una razón histórica que no contradice la razón de fe.
Jesús de Nazaret fue considerado un profeta en su tiempo, hace más de dos mil años. Un profeta que vivió en una realidad histórica de dominación romana y de sumisión de las autoridades judías al imperio.
Su predicación y sus acciones fueron peligrosas para quienes detentaba el poder. Para las autoridades romanas, no pasó de ser uno más de los judíos que tenían seguidores, pero no era un problema porque su movimiento era pacífico; sin embargo, se volvió sospechoso cuando la gente lo recibió con vítores al entrar a Jerusalén y más cuando se proclamó rey.
Para las autoridades religiosas y sobre todo para quienes se beneficiaban económica y políticamente con su alianza con el imperio romano, poco a poco se fue haciendo peligroso, porque lo seguía no solo gente económicamente pobre, sino aquéllos que la Ley de Moisés consideraba impuros: ladrones, prostitutas, cobradores de impuestos, entre otros.
Pero los más grave era que cuestionaba la autoridad tanto del Sumo Sacerdote como la de los demás rabinos, ponía en tela de juicio la honestidad de ellos y de los grupos sociales aliados del imperio romano: fariseos, saduceos, levitas; ponía en evidencia su corrupción y el uso perverso de la religión.
Por eso consideraron que las palabras y las acciones de Jesús iban en contra de la estabilidad religiosa y social de la nación israelita sujeta al imperio romano. Buscaron la forma de eliminarlo y lo lograron cuando lo acusaron de blasfemo, lo apresaron, lo sometieron a juicio sumario, lo calumniaron y lo entregaron a las autoridades romanas para ser condenado a muerte.
Históricamente, Jesús no buscó la muerte, fue un preso político a quien le inventaron delitos para condenarlo a muerte.
Esta realidad histórica no va en contra de las convicciones religiosas ni contra la convicción de fe de los cristianos; por el contrario, la complementa, hace ver que el cristianismo no solo tiene como misión la salvación eterna, sino la transformación aquí y ahora de un mundo donde domina la injusticia, la corrupción, la ambición, donde quienes cargan con el peso de la sociedad son los marginados, los pobres, los explotados.
El mundo hace mucho que sería diferente si quienes se confiesan cristianos buscaran aplicar las enseñanzas de Jesús para la transformación del mundo aquí y ahora, y no redujeran su fe a una redención para después de la muerte.