Nicolás Dávila Peralta / Punto de Vista
Al concluir la Semana Santa voy a hacer una reflexión sobre lo que, más allá de lo que nos han enseñado en el catecismo, significa la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.
Parto de lo que nos dice el dogma cristiano acerca de la persona de Jesús: es el Verbo de Dios que ha tomado la condición humana para liberarnos del pecado y vencer a la muerte con su resurrección. Hasta aquí, algo que en lo personal acepto y creo como verdad revelada en los Evangelios.
Sin embargo, hoy quiero ver la situación de la muerte de Jesús en el contexto político cultural de su época; algo que de ninguna manera contradice los dogmas cristianos, pero nos ayuda a entender la pasión, muerte y resurrección desde una perspectiva político social.
Jesús nació y creció entre la clase pobre de Judea y de Galilea. Inició su predicación entre esa misma clase social y de ella eligió a sus apóstoles, pescadores y cobradores de impuestos. Estuvo siempre lejos de las clases dominantes: romanos, grandes comerciantes, sacerdotes del templo de Jerusalén y miembros de la estructura religiosa de su tiempo: el sanedrín.
Su mensaje fue el anuncio de un nuevo Reino donde los pobres son los preferidos y los dominadores los juzgados por Dios.
Por un lado, Jesús no llamó a una revolución; por otro, reprobó una religión vacía, llena de ropajes elegantes, hombres que exigían honores y vivían de los impuestos que recababan en el templo de Jerusalén; gente que exigía el cumplimiento literal de las normas religiosas: respeto absoluto del descanso del sábado, rituales de purificación, rechazo a los pecadores, condena a muerte de las mujeres adúlteras y su alianza con los poderes políticos y económicos de su tiempo.
Esta confrontación con una religión rigorista, donde era más importante el ritual y las tradiciones por encima de ser humano, lo llevó a ganarse la antipatía y el odio de los dirigentes religiosos de su tiempo, quienes buscaron la forma de deshacerse de él.
Encontraron la complicidad de uno de sus discípulos, desilusionado porque el Reino predicado no era lo que él esperaba: una revolución que los liberara del dominio imperial de Roma y le devolviera la libertad a la nación judía. Descubrió que Jesús no era el revolucionario que esperaba.
De este modo, los dirigentes religiosos buscaron capturarlo, enjuiciarlo y condenarlo a muerte. Una vez capturado, buscaron una causal que determinara su condena a muerte, pero no la encontraron en la crítica que Jesús hizo de la vida y costumbres de los dirigentes religiosos.
“No respeta el descanso del sábado”, dijeron unos; “come con prostitutas y pecadores”, dijeron otros; “afirma que destruirá el templo y lo reconstruirá en tres días”, añadieron algunos más. Pero ninguna de estas acusaciones merecía la condena a muerte.
Pero encontraron una. El Sumo Sacerdote le preguntó: “¿Eres el Hijo de Dios?”. “Tú lo has dicho”, afirmó Jesús. Ya estaba la causal de muerte: Jesús había cometido una blasfemia que según la Ley de Moisés merecía la muerte.
Pero había un pequeño problema. El sanedrín no estaba autorizado por las leyes del imperio a condenar a muerte. Así que se acudió a la autoridad romana y se cambió el delito: Jesús se había proclamado rey. Los romanos accedieron y lo condenaron a la peor muerte de ese tiempo: la crucifixión.
Su resurrección al tercer día es la base del cristianismo y, según la doctrina cristiana, la derrota de la muerte y el pecado. Pero esta doctrina no debe hacernos olvidar las circunstancias históricas en donde se realizó su captura, juicio, tortura y muerte de Jesús.
Él fue un hombre crítico de su tiempo; fue un profeta que nació y creció en la pobreza, cuya confianza estaba puesta en su Padre, Dios; lejos de la riqueza, el poder político y la estructura religiosa. Su mensaje fue un mensaje de liberación, de amor, de solidaridad, muy alejado de los mandatos de los que dominaban y controlaban la religión de su tiempo. Marcó con claridad la frontera entre las ambiciones políticas y económicas y el amor al prójimo.
Si volvemos los ojos a América Latina, a los tiempos de las dictaduras militares de Centro y Sudamérica, al contubernio de los cardenales y muchos obispos con el poder político y económico en México, descubrimos que, si Jesús hubiese nacido y predicado en estos tiempos, seguramente las dictaduras militares lo hubiesen condenado por comunista o la jerarquía lo hubiese ubicado muy cercano a la herejía.
La vida, predicación, muerte y resurrección de Jesús debe llevarnos a una reflexión más allá del sufrimiento por nuestros pecados; debe llevarnos a un análisis del tipo de religión que practicamos: la misma de los judíos del tiempo de Jesús, llena de rituales, peregrinaciones, rezos, pero alejada de la realidad que vivimos, o una religión que acepte el mensaje del Evangelio y asuma como centro de ella una relación persona a persona con Dios, reflejada en el amor, la caridad y la solidaridad con las demás personas, en las que se ve “el rostro de Cristo” y no como una religión de ritos, promesas, mandas y peregrinaciones.