Punto de Vista / Nicolás Dávila
Después de la guerra, el hambre y, por último, la peste”, dijo doña Eufrosina al recordar aquellos años de su infancia. Con una voz pausada, como si se esforzara por sacar del fondo de sus años los recuerdos de hace un siglo, fue desgranando los recuerdos hasta romper el muro de los años y hacer presentes la guerra, el hambre y la peste.
Apenas había terminado ese tiempo en que carrancistas y zapatistas mataban gente inocente y se llevaban a las muchachas bonitas -una de mis tías terminó de querida de un zapatista-, cuando una sequía trajo el hambre; no hubo cosechas, no hubo maíz ni frijol; mis hermanas y yo estábamos hartas de comer alaches.
Llovió y pasó el hambre; pero luego vino esa que yo escuchaba que don Alberto el boticario le llamaba la gripe española, pero que la gente le llamaba la enfermedad de demonio. Nos fuimos del pueblo y llegamos a vivir en los dos jacales que servían de refugio en la parcela de mi papá. Nosotras, felices, todo el campo era para mis hermanas y yo, ahí no llegaba la gripe española, porque estábamos aislados, pero oíamos decir que la gente se moría en un solo día.
Yo tenía siete años y ya no fuimos a la escuela de la madre Josefina, el pueblo quedaba a tres horas en burro y no podíamos salir de los terrenos de La Huizachera. Mi mamá, una devota de la Virgen de los Dolores, nos obligaba a rezar el Rosario todas las tardes. Dos petates servían para no hincarnos en la tierra y ella dirigía en rezo:
“Dios te salve, María, llena eres de gracia…”
“Santa María, madre de Dios…”, respondíamos, al principio con fuerza; pero después del tercer misterio, la monotonía de las avesmarías nos cerraba los ojos, pero un mecate en las manos de papá nos despertaba. Recen, decía mamá, para que la peste no llegue a la casa. Y no llegó, pero la vimos pasar por el camino real muchas veces.
¡Mamá, una señora viene arrastrando sus trenzas por el camino!, gritó mi hermana Luz y todas salimos a ver lo que pasaba. Era don Porfirio Patricio, el del aguaje de “Los Tecolotes”; parecía traer todas las penas de su vida encima, tantas que se le salían por los ojos, por la boca, por los pies, como si cargara un costal de piedras. Terciada en el burro iba el cuerpo de su mujer, Jacinta; boca abajo, los pies le colgaban por un lado y la cabeza y las manos por el otro; sus trenzas arrastraban por el camino y se llevaban la tierra y las piedras, la hierba y hasta alguna hormiga desorientada.
¡Virgen Santa!, exclamó mamá y nos metió rápido al jacal; no salgan para nada, nos dijo y empezó a rezar “La Magnífica”, para protegernos de la peste que se había llevado a doña Jacinta.
Se murió don Cupertino, platicó mi papá que acababa de llegar del pueblo, a donde fue a comprar correas para sus huaraches. Dicen que anoche estornudó muchas veces y a media noche ardía en calentura; hoy al medio día estaba muerto. Esta peste es un castigo de Dios o una obra del demonio. Ya no hay lugar en los atrios de las iglesias y el gobierno consiguió un terreno al que le dice panteón civil. Ahora, hasta los católicos se llevan a enterrar a sus muertos ahí, aunque no sea terreno bendito, porque en los atrios de la parroquia y de los barrios ya no hay lugar para tanto muerto. También murieron dos hijos de don Manuel Kuri, el dueño de la tienda de abarrotes; arriba de la puerta del negocio hay dos moños negros y en la tienda nadie ríe, como si hubiera decidido que el velorio de hace dos semanas continuara para siempre.
Regresamos al pueblo dos años después. La gripe había terminado y volvimos a la escuela de las madres franciscanas; pero ya no estaba la madre Josefina, nos dijeron que a ella también se la llevó la gripe de los españoles, como también se llevó a cuatro de mis compañeras de salón. Había pasado el peligro, pero el pueblo estaba triste, se notaba en las calles, en la iglesia, en las tiendas y hasta en la escuela, como si la enfermedad hubiera hecho un agujero difícil de llenar. Nada era igual y solo el tiempo fue sanando los corazones.
Ahora te puedo contar esto como si fuera un mal sueño, pero sucedió y espero que ya nunca vuelva a pasar.
Esto fue en 1918, cuando doña Eufrosina tenía siete años, pero ella vivió 94 más, recogiendo miles de recuerdos que compartió, unos con gozo, otros con tristeza y muchos más con melancolía.