Punto de Vista / Nicolás Dávila Peralta
Este 16 de octubre fue canonizado por el papa Francisco el adolescente mexicano José Sánchez del Río, ejecutado a los 14 años por las tropas federales, durante el conflicto religioso de 1926-1929. El hoy santo mártir mexicano, originario de Sahuayo, participó activamente en el levantamiento armado conocido como la Cristiada, bajo las órdenes de Prudencio Mendoza, quien lideraba la rebelión en Michoacán. Cuando él se incorporó a las tropas rebeldes un hermano suyo, Miguel, ya militaba en la rebelión armada.
Desde luego que su canonización ha despertado dos tipos de reacciones. Una, la de quienes consideran su elevación a los altares como una justificación del levantamiento armado, cuyo objetivo no solo era responder a la intolerancia del gobierno presidente Plutarco Elías Calles, sino implantar en México un estado católico. Otra la de quienes rechazan que se santifique a un adolescente que se levantó en armas contra el gobierno, con lo que –dice- la Iglesia justifica la Cristiada.
En realidad, esta canonización es controvertida. Sin embargo, para entenderla es conveniente mirar hacia atrás y analizar el conflicto político-religioso de los años 20 en México.
Desde luego que la Constitución de 1917 le negaba personalidad jurídica a las iglesias, prohibía que extranjeros fuesen ministros de culto, impedía los actos religiosos fuera de los templos y daba a los gobiernos de los estados la facultad de establecer el número de ministros de culto que deberían ejercer en su territorio.
En 1925 subió al poder el general Plutarco Elías Calles y una de sus primeras medidas fue la aplicación estricta de estos preceptos constitucionales y de su Ley Reglamentaria, además de reformar el Código Penal Federal para elevar las penas en contra de los clérigos que no obedecieran las leyes constitucionales y su Ley Reglamentaria.
Esto generó las protestas de los obispos mexicanos y de los líderes laicos del país. En este contexto se crearon la Unión Popular de Jalisco y la Liga Defensora de la Libertad Religiosa.
Por su parte, los obispos publicaron dos cartas pastorales en donde protestaban por las leyes antirreligiosas, una el 21 de abril de 1926 y otra el 25 de junio del mismo año. En ambas, señalaron que la Iglesia católica es una sociedad perfecta que no puede estar supeditada al Estado y llamaron a los laicos a organizarse para defender los derechos de la Iglesia.
En la segunda carta, frente a la decisión del gobierno de aplicar con rigor las leyes antirreligiosas, los obispos declararon la imposibilidad de seguir ejerciendo el ministerio sacerdotal bajo las condiciones señaladas por el gobierno y decidieron suspender los cultos y cerrar los templos a partir del 31 de junio. La noche de ese mismo día, tras el cierre de templos, se registraron los primeros levantamientos armados en el estado de Durango.
Las acciones armadas se fueron multiplicando en todo el centro del país de manera espontánea y desorganizada, sobre todo en los estados de Durango, Zacatecas, Aguascalientes, Jalisco, Colima, Michoacán y Guanajuato, pero también hubo levantamientos en Morelos, Guerrero y Puebla.
El 1 de enero de 1927, la Liga Defensora de la Libertad Religiosa hizo un llamado a la rebelión armada, que ya había iniciado espontáneamente. Los levantamientos cristeros se multiplicaron en las primeras semanas de ese año y fueron encabezados lo mismo por católicos campesinos y de diversas organizaciones religiosas que antiguos villistas y zapatistas, para los cuales la rebelión era la oportunidad de vengar los agravios de los norteños del Plan de Agua Prieta.
A la rebelión se unieron con las armas en la mano algunos sacerdotes, sobre todo en el Bajío. La Liga logró que un antiguo militar porfirista, el general Enrique Gorostieta Velarde, encabezara el movimiento armado que se extendió por las regiones rurales de todo el centro del país.
Al decidir la suspensión de cultos, los obispos esperaban un movimiento católico pacífico, que con las armas de la ley y acciones como el boicot presionara al gobierno a desistir de su actitud antirreligiosa. Sin embargo, no esperaban la reacción espontánea de los católicos de las zonas rurales, donde para los católicos el asunto no era de persecución a los obispos, sino de privar al pueblo de sus actos religiosos y de los sacramentos y la persecución que padecían sus sacerdotes. Este sector de la población católica, mayoritario, reaccionó de manera espontánea custodiando sus templos y realizando peregrinaciones penitenciales por las calles de las ciudades y por los caminos, de un pueblo a otro y defendiendo su fe con las armas.
Mientras eso sucedía en las poblaciones pequeñas y en el campo, el gobierno determinó expulsar del país a todos los obispos. La mayoría salió hacia los Estados Unidos o a Italia; sin embargo, dos se quedaron disfrazados de arrieros y así atendieron a su feligresía, estos fueron el arzobispo de Guadalajara y el obispo de Colima.
Es en este contexto en el que se dio la decisión del adolescente José Sánchez del Río de unirse a las tropas rebeldes al considerar que de este modo defendía su fe y defendía a su iglesia.
La Cristiada fue en sus inicios una respuesta espontánea de una feligresía descontenta con el gobierno e impactada con la decisión de cerrar los templos, a lo que siguió la persecución de sus sacerdotes. Si bien tres obispos apoyaron a los alzados, la mayoría se mantuvo a la expectativa y, al final del conflicto, cuando se negociaron los arreglos que determinaron un modus vivendi entre la Iglesia y el Estado, deslegitimaron el movimiento armado y dejaron a los cristeros totalmente indefensos frente al gobierno que poco a poco fue eliminando a sus líderes.
Así pues, para entender esta canonización hay que ubicar la conducta de este nuevo santo mexicano en el contexto político y religioso de 1926-1929. Así se entiende que el adolescente ayer canonizado optara por incorporarse a las fuerzas rebeldes.
La Cristiada concluyó hace 87 años, fue un episodio sangriento de nuestra patria, quizá justificado en su momento; pero las relaciones entre la Iglesia y el Estado han cambiado, la sociedad ha cambiado, la Iglesia Católica ha cambiado. Por esto, no es correcto trasladar el martirio del adolescente José Sánchez del Río a nuestro tiempo para justificar la violencia, así sea en nombre de Dios, y menos tomarlo como bandera política a favor de un partido o de una organización de derecha, tomando como pretexto la defensa de una inexistente campaña antirreligiosa.