Hipólito Contreras / Opinión Libre
Para empezar, piénselo dos veces antes de aceptar que lo internen. En el momento en que lo haga usted pierde todo, su libertad, sus gustos, sus amistades, sus amigos y hasta su familia. Ingresar al hospital, si tiene su carnet no es complicado, lo suben de inmediato a su cama que está en un cuarto compartido con otros pacientes, un cuarto que no dispone más que de una pequeña cama vestida de sabana, un colchón grueso y cómodo para quitar el frio, una mesita.
A los pocos minutos llega la primera enfermera y pregunta por el nombre del paciente, que por qué lo ingresaron, si es diabético o hipertenso, de inmediato toman la presión y el termómetro y dice: “Me llamo Daniela, soy enfermera y estoy para servirles en el turno vespertino”.
Yo, el paciente, pido ver a un familiar, la respuesta es: “Hasta que baje y le dé el boleto para que pueda subir”. Ahí empieza la espera larga, aproximadamente de una a tres horas. Mientras, me acomodo lo mejor que puedo en la cama, miro hacia todos lados, miro hacia el techo, cuento los colores y luego vuelvo a preguntar por el familiar; la respuesta es la misma: “Solo que baje y le entregue el boleto; mientras, duérmase”. Así pasan otras dos horas, la desaparición del tiempo es muy grande, si me preguntan la hora y el día me era desconocido saber ninguna de las dos.
Luego llega la enfermera con la charola de comida con las palabras: “Ya traje su comida (desayuno o cena), entonces el familiar sienta al paciente y le arrima la charola, la abre y observa lo que hay; una manzana o una pera muy ricas hervida muy dulce y jugosa, un pan dulce, fruta picada que puede ir desde una papaya a sandia y melón, una tasa de sopa muy nutritiva, una milanesa de pollo hervido, una jarra de agua, pan blanco, jamón, huevos revueltos, un bolillo; en total, es una charola muy completa y compuesta por las indicaciones personalizadas para cada paciente recomendadas por un nutriólogo profesional, se necesita tener hambre y buenos dientes -que en mi caso carecía de ello- para poder comer todo eso, a pesar de que en su totalidad era comida blanda y fácil de masticar. A los pocos minutos llega la enfermera y se lleva la charola, yo me guardé un pan para comerlo más tarde.
Las horas siguen pasando, ya no sé si es de noche o de día, algo muy importante es que los teléfonos celulares aquí casi no funcionan, si se logra la comunicación esta se pierde de inmediato, los teléfonos se descargan a cada rato. Al otro día me visitó mi sobrina Georgette, me dice: “¿Cómo está, tío?, le traje un libro para que se entretenga, se llama El arte de amar, de Erich Fromm, me dice, si quiere le leo un poquito”, y empezó a leer; en realidad es un estudio y análisis sobre lo que significa el amor, sobre todo hoy en un mundo tan complicado y entre parejas muy exigentes; de todas formas, es un maravilloso libro que nos enseña a comprender mejor la relación entre un hombre y una mujer para que sea exitosa y luchen por su felicidad.
Sigue la larga espera, las enfermeras siguen pasando a medir la presión y a preguntar si hicimos del baño cuantas veces.
Del domingo que me trajeron a la fecha, han pasado cinco días y lo único que me dicen es que estoy en espera del estudio que será el 27 de noviembre a las 2:30; pero para eso faltan 17 días. Eso desmoraliza por el mucho tiempo. Me dicen los familiares y amigos que debo tener paciencia, que lo mejor es que me realice el estudio para que los médicos valoren y tomen la mejor decisión.
Mi mayor temor es una intervención quirúrgica que como es lógico, tiene sus riesgos como lo dijo una enfermera; usted puede quedar mal por algún error que se cometa, por eso es mejor que su médico haga su trabajo. Esas palabras obviamente causan temor porque nos sabemos lo que puede suceder.
En un momento dado le dije a mi hijo que si podíamos salir; la enfermera nos dijo que la única manera es por decisión voluntaria y que la tenía que autorizar el médico responsable de mi caso; así lo hicimos, mi hija se encargó de hacer los movimientos necesarios, tuvo suerte y al poco tiempo nos comentó que todo estaba arreglado, que ya tenía el pase de alta y que en unos minutos más todo lo arreglaría para que saliera. Todo eso me alegró mucho cuando vi la hoja. Mi esposa mandó a mi hijo por mi ropa y todo lo necesario para cambiarme, la espera fue larga porque el traslado, la distancia es larga hasta el sur de la ciudad, pero por fin llego. De inmediato mi esposa me cambió y todo quedó listo para salir, la enfermera nos indicó que faltaba el camillero y una silla de ruedas, yo antes le hable a un amigo para que me facilitara una, me dio el nombre de quien me conseguiría una y que me la llevaría, lo cual agradecí mucho.
No fue necesaria, pues el camillero en unos minutos llegó con la silla de ruedas y me dijo: “Siéntese, ¿a donde vamos?” Le exprese: “A Loma Bella”. Me llevó por un largo pasillo hasta llegar a los elevadores; así llegamos a la salida, donde mi hija pidió un taxi, mismo que abordamos de inmediato.
Me sentía yo como liberado de una cárcel, libre por fin; subí con gusto en la parte de atrás, adelante iban mi esposa, mi hija y mi hijo. El taxi inició su marcha por la avenida del sur, camino y camino, no sabía ni por donde íbamos, pasaron como 30 minutos hasta que llegamos a las colonias del sur; poco a poco fui identificando los lugares; yo les decía: “Díganle por dónde es”.
Por fin miramos una vieja camioneta blanca y le dijeron: “Ahí es”. El conductor enfatizó, “bájenlo con cuidado”, y así fue. Abajo ya me esperaba mi hijo Omar, quien me ayudó a bajar y a llegar hasta la puerta de la casa, me condujo hasta adentro y me sentó en el sofá.
Prefiero ir a la guerra, prefiero escribir una novela, pero ir a San José, nunca.