Columna de Opinión
El pasado 10 de septiembre, el mundo conmemoró el Día Internacional para la Prevención del Suicidio, un llamado a la conciencia sobre una de las problemáticas más silenciadas y dolorosas de la sociedad moderna. En México, la situación no es alentadora. De acuerdo a cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 2023 se sucitaron 8 mil 837 suicidios, que representaron 1.1 % del total de muertes registradas. Esta cifra es solo la punta del iceberg de una crisis de salud mental que afecta, sobre todo, a jóvenes y hombres, quienes representan el mayor porcentaje de casos.
Las causas detrás del suicidio son múltiples y complejas. Depresión, ansiedad, abuso de sustancias, violencia, exclusión social y problemas económicos, son factores comunes que se entrelazan en la vida de quienes sienten que no hay salida. Sin embargo, más allá de las estadísticas, el suicidio es una tragedia que golpea no solo a la persona que toma la decisión, sino a sus seres queridos y a la sociedad en general. Cada vida perdida es un recordatorio doloroso de los vacíos y fallos en nuestros sistemas de apoyo.
A pesar de las campañas y las iniciativas que buscan prevenirlo, en México existe un enorme vacío en la atención integral de la salud mental. La falta de recursos en el sistema de salud, el estigma social y la escasa educación sobre el tema, impiden que muchas personas reciban la ayuda que necesitan a tiempo. Aunque continuamente hay avances, como la inclusión de la salud mental en el marco de derechos humanos y el incremento de campañas de sensibilización, es evidente que no es suficiente.
Lo que hace falta en México es un enfoque más amplio y empático. Se requiere una mayor inversión en servicios de salud mental accesibles y de calidad, así como una educación más abierta sobre las enfermedades mentales, además de espacios de recreación y deporte para el desarrollo activo de cualquier persona. Es necesario que, desde las escuelas, los medios de comunicación y las políticas públicas, se promueva una conversación constante sobre el bienestar emocional. La empatía y la escucha activa deben ser pilares de una cultura que valore la vida, más allá de los estigmas.
Romper el silencio es el primer paso, pero debemos hacerlo con acciones concretas. El suicidio no es un destino inevitable; con apoyo, comprensión y compromiso, podemos salvar vidas y construir una sociedad donde nadie se sienta solo en su lucha. Las palabras y la empatía son, en muchos casos, lo que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.