«Cuando el destino nos alcance” es una película sobre una Tierra devastada, donde nadie conoce ya los campos verdes ni el cielo limpio; muestra, por el contrario, un Nueva York sobrehabitado, donde la mayoría de la población carece de alimentos y de agua, y tiene como único alimento un producto comestible llamado soylent, mientras una minoría dominante tiene acceso a los alimentos naturales: verduras, carnes.
El título de la película viene a cuento, porque nuestro planeta se deteriora como fruto de la ambición que genera la acumulación de capital que ha llevado a las grandes empresas a contaminar aguas, suelo, aire y mentes, al poner la ganancia por encima del cuidado de la tierra.
Por otra parte, esta acumulación escandalosa de riqueza conduce a que día a día crezca el número de pobres, mientras una élite internacional domina la economía, la política y las grandes empresas de información, convertidas en instrumentos de enajenación para esa mayoría empobrecida y explotada.
Es claro que si no avanzamos en la defensa del medio ambiente el mundo puede llegar a deteriorarse quizá no a los niveles que la película en cuestión presenta en un grado muy dramático, pero sí en un grado que golpeará sobre todo a los más pobres.
Sin embargo, si el destino de un mundo deteriorado está a punto de alcanzarnos, con el apoyo irresponsable de gobiernos para quienes el libre mercado es el nuevo paraíso terrenal, hay también otro destino que ya nos alcanzó: el de la violencia, un destino que no va separado ni del deterioro ambiental, mucho menos del de la acumulación de la riqueza.
A lo largo de la historia, no sólo de México, sino de la humanidad, la violencia ha estado unida a la sed de poder. Por esa sed de poder los españoles navegaron en busca de un camino a las Indias y descubrieron y sometieron a un continente. La sed de poder construyó la dictadura de Porfirio Díaz y provocó la primera revolución del siglo XX y fue esa misma sed de poder la que prostituyó a la revolución y la convirtió en propiedad de un partido y una clase política.
Esa sed de poder es la que desde los Estados Unidos ha implantado en el mundo el sistema capitalista neoliberal que acumula las riquezas de todos en unas cuantas manos, por encima de la naturaleza y del mismo ser humano: los empresarios más ricos del mundo y los grandes organismos financieros internacionales.
Quien domina el mercado lo domina todo; pero también lo destruye todo: suelo, agua, aire y, sobre todo, vidas humanas que pasan a ser solo números en las estadísticas del gran capital.
El capitalismo salvaje ha llevado al campo a tal postración, que los campesinos abandonan sus tierras para marchar hacia el norte, los obreros sobreviven con salarios raquíticos, los jóvenes buscan ansiosos un trabajo y lo que encuentran son empleos mal pagados y cercanos a la explotación.
Así, esta frustración conduce a otro tipo de satisfacción de la sed de poder: la delincuencia. Una pistola, una navaja y hasta un garrote le dan a muchos una sensación de poder y lo demuestran matando, robando, secuestrando; mientras tanto, los grandes capitalistas y la mayoría de los políticos siguen acumulando riqueza y demostrando ante la sociedad que se puede delinquir sin ser molestado, porque se tiene poder.
A esta estructura injusta, generadora del descontento social se une el deterioro en la educación de las nuevas generaciones que no depende sólo de la escuela, sino sobre todo de la familia; si ésta se desintegra por la pobreza, por la falta de responsabilidad de los padres, por la migración, entre otras causas, hay una pérdida de valores que dejan a los jóvenes a merced de la delincuencia.
A esto se une la corrupción de las autoridades y la influencia de la televisión y de las redes sociales mal empleadas que difunden antivalores que son fácilmente aceptados por niños y adolescentes.
El destino, pues, nos ha alcanzado, pero podemos revertirlo con educación, solidaridad y, sobre todo, con un cambio profundo en el modo de educar a las nuevas generaciones.