Punto de Vista / Nicolás Dávila Peralta
Es preocupante que ante la medida principal tomada para contener el avance de la pandemia provocada por el virus Covid-19, el mantenerse en casa, se hayan incrementado los casos de violencia familiar, principalmente del marido o novio contra la mujer, esposa, novia, hija.
Esta actitud muestra la existencia, sobre todo en los estratos de mayor pobreza o deficiente educación, donde se mantiene el principio de la desigualdad entre el hombre y la mujer, que se refleja, en muchos casos, en la conciencia de que la mujer es totalmente dependiente del hombre.
En la violencia familiar hay, por tanto, un sentido de superioridad que asume el hombre frente a la mujer; pero también el sentido de sumisión que muchas mujeres aceptan frente a su pareja.
Esta situación no es casual, es fruto de una herencia cultural que se remonta casi a los inicios de la sociedad. Las culturas antiguas ya registraban en sus tradiciones, costumbres y leyes, la sumisión de la mujer; la misma cultura judaica, de la cual es heredera el cristianismo, establece esta sumisión que llega al grado de considerar a la mujer casada como propiedad del marido; así en el libro del Éxodo 20: 17, se ordena: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”.
En México, desde la época prehispánica fue también así. Aún hoy, hay pueblos originarios que mantienen esa desigualdad entre hombre y mujer.
Esto se mantuvo en la época colonial y continúa hasta nuestros días, sobre todo en el medio rural.
Sin embargo, la explicación histórica de este trato desigual no justifica la inequidad entre el hombre y la mujer, y esto por una sola razón: el hecho de ser humano.
El carácter de humano trae consigo la igualdad de derechos y obligaciones. Cada género tiene sus propias características, es cierto, pero éstas no marcan desigualdad alguna; por el contrario, indican la situación de igualdad en dignidad, complementariedad y, por lo tanto, en derechos y no solo jurídicos, sino humanos.
La mujer, a lo largo de la historia, ha demostrado sus capacidades en todos los campos del saber y del hacer, cuando se ha roto la cadena irracional de la sumisión. Algunos ejemplos son: en la edad antigua, Hipatia, mujer de Alejandría, filósofa, matemática y astrónoma; Marie-Sophie Germain, matemática francesa del siglo XVIII; y la científica Marie Curie, tan solo como tres ejemplos.
En nuestra patria, Sor Juana Inés de la Cruz, contra la corriente de su tiempo, destacó en las letras. En la lucha por la independencia están las figuras de Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario, entre otras; en tanto que abundan los testimonios orales, gráficos y hasta musicales, de las mujeres que participaron en la lucha revolucionaria.
Así pues, la equidad de género, como uno de los derechos humanos a respetar y defender va más allá de la caballerosidad y la cortesía. Equidad de género significa respeto a la diversidad, igualdad de oportunidades, reconocimiento a las capacidades personales; y esto, en todos los campos de la vida humana.
En la familia, a pesar de lo que todavía señalen algunos ritos religiosos o laicos (matrimonio eclesiástico, matrimonio civil), no hay o no debe haber un hombre que manda y una mujer que obedece, sino una pareja que se complementa en sus cualidades, sentimientos y decisiones. El “si me dejas te vas a morir de hambre” solo refleja un complejo de inferioridad y la infravaloración de la pareja.
En la política, es un error sustentar la equidad en la paridad de porcentajes para acceder a puestos de elección popular; esto no es cuestión de un 50-50, sino del reconocimiento y respeto de las capacidades políticas de la mujer, de modo que los porcentajes pueden variar, pero el respeto a las capacidades políticas de la mujer debe quedad incólume. No se trata de conceder cuotas de poder, sino de respetar la equidad de género.
Todavía hay un camino largo que recorrer para lograr que la sociedad asuma como lo que es: un derecho humano, la equidad de género; y en este camino, la educación en familia y la escuela ocupa un lugar relevante. En la familia, porque es ahí donde el niño y la niña viven como primera experiencia la equidad o la desigualdad, el respeto o la agresión. En la escuela, porque es el lugar donde se enseñan, o deberían enseñarse, los derechos humanos y la forma de respetarlos.
Falta mucho por hacer, pero existe la convicción de que las próximas generaciones lograrán el respeto a la diversidad y a la equidad de género como un derecho humano y, por tanto, irrenunciable.