Estoy a la mitad del desierto, apenas ayer le daba ánimos a mis compañeros:
“No tengan miedo, si ya cruzamos medio país, vencimos el hambre, la sed, el calor, qué más da unos kilómetros más, ya cruzamos la línea, poquito más allá están los dólares”.
Fue el hambre la que nos llevó a los tres hasta la frontera; allá muy lejos se quedaron los hijos, la mujer, los padres; adelante de nosotros está el final del hambre. Cerca de Nogales entramos al norte; pero no sabía entonces lo que nos esperaba.
Dicen que el desierto de Arizona se come a los migrantes, a los ilegales que como yo suspiran por los dólares para salir de pobres. Mis compañeros y yo caminamos de prisa al principio; ya estábamos en el norte y pronto encontraríamos el rancho a donde nos dijeron que había trabajo. Ahorren agua porque el camino es largo, advirtió el coyote; pero nunca imaginamos la distancia entre la frontera mexicana y el que creíamos era nuestro destino.
Horas y más horas de caminar por el desierto, de avanzar entre el polvo en una tierra roja, entre cerros cortados a tajo como si fueran queso añejo; matorrales y cardones, testigos mudos de las ansias de no sé cuántos migrantes en ese éxodo sin fin hacia el espejismo de la tierra prometida; horas en que el sudor que empapa nuestra ropa lo seca el sol de inmediato.
Llega la noche. Mis pies están ardiendo, las ampollas son agujas que se entierran sin piedad en mis dedos, mis talones, la planta de mis pies. Pegados a una roca tratamos de dormir. El miedo, el frío y la sed nos mantienen alerta. Somos tres, uno es salvadoreño: Romeo; dos venimos de la Mixteca: Federico y yo, Moisés. En la madrugada reiniciamos la marcha. Ya no hay agua y por ninguna parte se ve el rancho prometido.
Hambre, sed, cansancio y ampollas es lo que somos; conforme sube el sol la mente se distorsiona, vemos sombras, me mareo, las piernas me tiemblan, tengo ganas de vomitar. No sé a dónde se fue Romeo; escucho la voz de Federico lejana, como si viniera de adentro de un tubo; mis ojos se cierran y parece que estoy dentro de un pozo.
Abro los ojos. ¿Qué pasó con el desierto? Miro alrededor. Este lugar lo conozco, es la casa de mi abuelo.
¿Cómo llegué aquí? No lo entiendo. Estoy en el corredor de la casa, con sus macetas, sus petunias blancas y sus jazmines, igual que siempre, cobijados por el tejado de carrizo y teja, soportando el calor del medio día.
A mi izquierda, la puerta de madera, pequeña como nuestra estatura de sureños; más allá, a mitad del corredor, la mesa que en las noches se llenaba de risas, de llantos, de ternuras y berrinches, de pan y chocolate, de frijoles, salsas y tortillas calientes. Al fondo, la pared se niega a abandonar el sombrero de palma de ala ancha y el saxofón del abuelo, mudo desde que se le fue el aliento con la vida.
Bajo la vista. El piso sigue igual, el mismo con sus ladrillos gastados. A la derecha, discretos, los agujeros hechos para jugar a las canicas en las tardes de lluvia. Más allá, al otro extremo del corredor antiguo, la cocina con sus pretiles de adobe, sus parrillas tiznadas y el comal y la leña que le da calor a las tortillas. Todo está como lo dejé hace quince días, cuando me despedí de Aurora y de mis hijos y se los encargué a mi padre que hoy habita la casa del abuelo.
Camino hacia la pieza principal de la casa. Hay unos petates en el suelo. Pegadas a la pared muchas sillas; una son de la casa, pero hay otras que no son de ahí. Son muchas, cuento quince. Hay un altar con un mantel morado, veladoras, flores: gladiolas y nubes. Al centro el Cristo que por años guardó la abuela como herencia de su padre que, nos contaba, había sido sacristán en San Lucas. Debajo de él un retrato. ¡Soy yo!
¿Qué pasa?, me pregunto al momento en que Aurora se acerca. Avanzo hacia ella, quiero abrazarla pero ella sigue de largo, como si no me conociera, es más, como si no me viera. Se dirige hacia mi padre. Él tiene los ojos llorosos igual que ella que lleva en los brazos al niño más pequeño. Los otros dos niños van tras ella. Ninguno de ellos hace caso de mi presencia. Quiero que me digan qué pasa, por qué está mi retrato en el altar, porque lloran, cómo llegue aquí si estaba en el desierto.
Es la voz de mi padre la que responde a mi desconcierto:
“Ya está en México. A la noche llega el cuerpo de Moisés”.
“Fue por dólares y lo encontró la muerte”, dice Aurora entre lágrimas.